Recuerdo que en los años 60 todos llegaban en carreta. Mamá y papá se levantaban temprano y habiendo atendido a los animales, después del desayuno, comenzaban a cargar la carreta. Se llevaba de todo, pues pasaríamos el día completo en ese lugar: ollas, mesas, platos y servicio, vasos y botellas, chuicas o barrilitos, tortillas de rescoldo, leña y agua.
A medida que la gente llegaba iba tomando ubicación junto al camino, a unos 50 metros de la entrada al cementerio. Había allí un ancho cerco de picapica[1]. Las carretas se alineaban separadas sólo por el fogón. Los hombres iban en caballo. Las mujeres preparaban la comida: cazuela y asado. Los hombres y los niños íbamos al interior del cementerio a dejar las flores. Cuando el almuerzo estaba encaminado, las mujeres entraban al cementerio. En ese momento, los niños nos quedábamos al cuidado del fuego y de nuestras cosas. Las yuntas de bueyes pastaban por los alrededores.
Al mediodía, todo el mundo almorzaba. La comida se compartía y se brindaba. Las horas iban pasando y la conversación animada no terminaba. A veces, se escuchaba a alguien que cantaba. Otro/a dejaba caer unas lágrimas al recordar al familiar fallecido. Por la tarde, sólo unos pocos iban de nuevo a dar una vuelta por el interior; los demás permanecían en torno a las carretas conversando y bebiendo, hasta que se acercaba la noche. En ese momento se salía en busca de los bueyes y se cargaba la carreta. Se iniciaba el regreso: mareados y contentos de haberse encontrado con la enorme familia que poseemos.
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